Cuando el avión empieza a balancearse de un lado a otro, el desierto empieza a mostrar sus secretos. Aquí una ballena; allá algo parecido a un muñeco con enormes manos. Un poco más hacia el norte un colibrí de diseño actualísimo que, sin embargo, fue dibujado hace más de 2.000 años. Y monos, árboles, enormes rayas blancas de precisión rectilínea que se pierden en el horizonte a decenas de kilómetros de distancia. Las avionetas zumban en todas direcciones haciendo de este apartado lugar del desierto atacameño un verdadero avispero. Unos 500 pasajeros al día (los que darían para llenar un 747) despegan del Aeropuerto María Reiche para ver desde el aire este lienzo mágico de dibujos que se hicieron para escapar a la vista de los humanos. La tecnología nos equipara a los dioses de los nasca.
A ras de suelo, la llanura pedregosa apenas deja ver medianamente bien las líneas. Ni siquiera desde el mirador puede advertirse con claridad dos de las figuras. Las manos y el árbol. Las piedras negras, quemadas por el sol, se amontonan a los lados de los trazos dejando a la vista el polvo blanquecino del desierto. Se pone de manifiesto que las líneas no fueron hechas para ser vistas por los hombres. Los avioncillos que, hasta últimas horas de la tarde, siguen sobrevolando este lienzo milenario profanando, en cierto sentido, los sentimientos religiosos de aquellos hombres y mujeres que dibujaron los trazos más famosos del mundo. Casi 500 kilómetros cuadrados de figuras, rectas, misteriosos trapecios o chamanes que, para añadir más confusión a la pléyade de teorías e ideas, se asemejan a viajeros del espacio.
Agua. Esa es la explicación. Según me comentan, Nasca (así con ese) viene de la palabra quechua Nannian que quiere decir algo así como ‘sufrimiento’. Tierra que sufre. Aunque no en el sentido judeocristiano de la palabra. “Es un sufrimiento diferente al sentido actual. Hace referencia a la acción constante del sol en la zona”. Sol. Calor. Desierto. Las condiciones geográficas de esta parte del Perú son especiales. Josué Lancho me recibe amablemente en su casa. Este historiador se crió entre líneas, yacimientos y acueductos. Desde su más tierna infancia se afanó en comprender estas huellas del pasado que rodean a la actual ciudad de Nasca. Un lugar “muy peculiar” que obligó a sus primeros habitantes a “agudizar el ingenio y hacer uso de toda su experiencia acumulada para sacar provecho a una naturaleza difícil”.
Vivir en este lugar siempre fue cosa complicada. De ello dan fe los afamados acueductos nasqueños, unas estructuras de más de 2.000 años de antigüedad que captan el agua de una nata freática que “por fortuna está muy cerca de la superficie”, explica el profesor Lancho. “Estos acueductos son las obras más grande que hicieron los hombres de esta cultura porque con ello lograron imponer la voluntad del ser humano a la naturaleza. Las líneas son impresionantes, pero son todo lo contrario. Son la sumisión de esos mismos hombres a los caprichos naturales”, explica Lancho, quien defiende la función religiosa de los geoglifos como “templos sin paredes donde los nasca rendían culto y homenaje a sus dioses”. Las líneas, destaca, tendrían relación con el agua. Pero no en el modo que muchos han descifrado. “Hay quien dice que las líneas señalan pozos de agua o que están justo encima de fallas que llevan agua. ¿Usted ha sobrevolado las líneas?”, me pregunta. “Si y es algo increíble..” “¿Cuántas vio?”, me interrumpe. “Muchísimas”, contesto. El profesor se ajusta las gafas y me mira. “Hay miles amigo mío. Miles. Si cada una de esas líneas señalara una falla, la pampa se vendría abajo. Sería prácticamente hueca”, ironiza. Intento provocarlo. “Pero si el gran problema que tenía aquella gente era el agua, las líneas tienen que tener alguna relación con ella. Eso es de cajón”, le digo.
“Sí esta usted en lo cierto”, empieza a argumentar. “Todas las religiones politeístas y animistas elaboran complicados rituales en los que se pide el favor de los dioses. Y en este caso, las líneas servían para eso mismo; para pedir la intervención de las divinidades para lograr agua y fertilidad. Y en estas peticiones los sacrificios humanos tenían una importancia capital”. Lancho me habla entonces de las cabezas ofrenda, “un tema recurrente en las manifestaciones artísticas de los nasca”. “Uno puede verlas en la cerámica, en los tejidos… Son un icono que se repite una y otra vez y también tienen que ver con el agua. Mediante estos sacrificios, aquellos hombres y mujeres intentaban aplacar la ira de los dioses e imploraban agua”.
El agua sigue siendo el eje sobre el que pivota la vida de esta parte del sur del Perú. No hay nada más que darse una vuelta por las huertas que rodean la ciudad para darse cuenta de ello. Las antiguas acequias de los nasca siguen regando los campos. La vega estalla en verde y contrasta con el panorama desolador de las pampas desérticas. Papas, maíz, alfalfa, frutales. El sudor de los hombres y mujeres del desierto se funden con el agua para crear un vergel en medio de la nada. La napa freática está muy cerca de la superficie. No hay más que escarbar un par de metros para toparse con el líquido vital. Y los nasca lo sabían. Lo descubrieron y lo aprovecharon a través de sus famosos acueductos.
Hasta el día de hoy, la arqueología ha constatado los restos de lo que parecen 56 acueductos; 36 de ellos aún funcionan como el primer día. Estos mal llamados acueductos son, en realidad, pozos horizontales que sacan a la superficie las aguas subterráneas y la distribuían mediante una compleja red de canales y acequias y albercones. “Toda una obra de ingeniería que requería de una gran cantidad de trabajo humano y de estrictas normas de organización”, me comentó Lancho mientras se afanaba en explicar sus palabras mediante dibujos esquemáticos que van, poco a poco, llenando la mesa de su despacho. Los arqueólogos y antropólogos han calculado que la construcción y mantenimiento de estos acueductos requería del trabajo a tiempo completo de unos 200 individuos durante varios meses al año. Esta cantidad de trabajo, argumenta el historiador, sería una prueba más que suficiente para afirmar que los nasca “tenían un complejo sistema de organización social y agrícola” que se fraguó tras “siglos de experiencia y un conocimiento profundo de las condiciones ecológicas del lugar en el que vivieron”.
Acercarse a uno de estos acueductos es retroceder varios siglos. Algunos, como el de Aja, están en muy mal estado. Pero otros lucen el esplendor de antaño y se han convertido en uno de los grandes atractivos turísticos de la zona. El acueducto de Cantayoc está formado por varias galerías, excavadas a pocos metros del cauce del río Tierras Blancas, confluyen en una acequia que colma un estanque de grandes proporciones. Lo que convierte a estos sistemas hidráulicos en únicos son sus curiosos pozos de acceso. Son estructuras espirales realizadas con cantos rodados que permiten bajar hasta el agua. Unos caminos en forma de caracol que da buena muestra de la inventiva del pueblo que los construyó.
Uno no se hace una idea real de la magnitud de estos agujeros hasta que empieza a descender hacia el agua. Lo primero que llama la atención es la enorme distancia que hay que recorrer para llegar al angosto agujero que permite tener acceso a la galería. La espiral elaborada con piedras se cierra poco a poco y cuando llegas abajo y miras al nivel del suelo te das cuenta del tamaño de estas bocas. Muros que te empequeñecen y engrandecen a los que los construyeron.